viernes, 1 de octubre de 2010

Esperanza llegó a media noche.

Era víspera de navidad, el aire azotaba su cabello, el hielo congelaba sus manos y hacia temblar sus piernas, pero nada de esto impidió que se quedara sentada y mirando de lejos a esperar la llegada del bus que le regresaría al ser que tanto amaba.

Faltaban quince minutos para las doce, el niño Jesús ya estaba llegando a la puerta, las avenidas una vez más se encontraban conglomeradas de personas que corrían de aquí aya buscando llegar a sus moradas y la congestión vehicular no se hacía esperar.

El frió se torno más intenso, las doce campanadas comenzaron a sonar, los niños cantores se hacían notar y los fuegos artificiales iluminaban la ciudad.

De pronto, una luz de bengala iluminó su rostro. Era ella, tan bella como siempre, algo más delgada pero con esa sonrisa angelical que enamoraba a cualquier individuo de este mundo terrenal.

Las lágrimas nacían en su rostro, recorrían sus mejillas y morían en su boca. La abrazo fuertemente, le beso la frente y le dijo: “Feliz Navidad muñequita, ya estoy aquí, junto a ti lista para luchar contigo y aferrarnos a la vida.”

Minutos después, abordaron un auto gris; durante el trayecto dialogaron, rieron y lloraron por lo que el tiempo se había llevado. Luego de unas horas ya habían llegado a su destino, el Instituto de Enfermedades Neoplásicas; lugar donde “Esperanza” su madre, le donaría la médula ósea que la curaría de ese mal que tanto la acechaba.

Eran las tres de la mañana, ya casi concluía la intervención quirúrgica y de pronto un ángel se le apareció entre sueños.

Ella estaba muy confundida; no sabía si lo que veía era producto de la anestesia o era real. El se le acerco tomo su mano y le dijo jamás estarás sola, nunca lo has estado… yo guio tus pasos, contigo he caminado.

La pequeña estaba desconcertada y tan solo atino a pedirle que por favor le cumpliera el más grande y único regalo de navidad que siempre había deseado: el despertar, abrazarla, besarla, amarla y volver a verla.

Pronto amaneció, los pájaros cantaban, las hojas tintineaban y los rayos del sol que atravesaban los vidrios de la ventana de su habitación se reflejaban en su rostro.

Era Navidad, ella despertó y junto a ella estaba Esperanza, el mejor regalo que Dios le había podido dar despertar en sus brazos sin miedo a flaquear.

En tanto, Ella le acariciaba el rostro y le juraba permanecer junto a ella para toda la vida.

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